“El rostro de Dios

El pulso de la Fe
Roberto O’Farrill Corona

Por primera vez, a mis 50 años, contemplé la Sábana Santa. Fue el 11 de abril, durante la ostensión de 2010, en la cincuentena pascual. Turín era un mar de lluvia, plagado de paraguas que simulaban ser sus embarcaciones, con la catedral como puerto principal. Había otro mar, el mar de gente que se agolpaba a la puerta para informarse sobre la fila que debían tomar.

La catedral estaba inundada de solemnidad. En su interior, la luz tenue y un silencio profundo la hacían más solemne todavía. Del fondo, sobre el retablo principal, irradiaba una luz suave y extensa. Era la Sábana Santa. La solemnidad de la catedral palidecía ante ella. El silencio del entorno, la luz que irradiaba desde su contenedor, la pasividad con que allí estaba y su asombrosa inmovilidad, me hicieron dudar que estuviera ante ella, luego de dos mil años de cristiandad.

Caminé hacia el frente y me postré ante la imagen de Cristo muerto al momento de resucitar. Contemplé al mismo tiempo dos misterios en uno mismo: la muerte de Jesús y la resurrección del Señor.

Miré su cuerpo en toda su desnudez, así como fue crucificado luego de arrancarle sus vestiduras y sortearse su túnica: las huellas profusas de los flagelos romanos con que le habían azotado; sus pies, uno sobre el otro, y sus manos, una encima de la otra, perforados los cuatro; su costado, abierto y traspasado, mostrando la herida que provoca una punta de lanza romana, y la evidencia de una profusa hemorragia; vi su sangre, muchas huellas de sangre en toda la Sábana, por todos lados y en todas partes, más de 900; contemplé su cabeza con el pelo empapado en su propia sangre que escurrió de arriba a abajo.

Esta imagen que muestra la síndone, una imagen acherophyta (no hecha por mano humana), y esta sangre que guarda, hacen de ella un lienzo sagrado, una sábana santa. Es la reliquia más grande y grandiosa de nuestra Fe, pues en ella está la sangre de Cristo-Jesús. Me pregunte: ¿Si esta no es la tela que compró san José de Arimatea para que fuese la mortaja del Señor, y cubriese su cuerpo desnudo bajado de la cruz, entonces de quién fue?

Luego miré su rostro… golpeado, ensangrentado y ultrajado. Vi su frente chorreada por varios flujos de sangre, sobre sus propias arrugas de dolor; sus pómulos hinchados por varias bofetadas; la nariz inflamada y fracturada en el cartílago central exhibiendo la evidencia del golpe contundente de un bastonazo; su amplia barba arrancada en una de sus partes y el bigote también, ambos ultrajados en su extremo derecho. Pude apreciar que a pesar de tantas afrentas y de recibir tanto odio encima, es un rostro apacible e incólume que refleja paz y perdón.

Observé su boca cerrada, apacible aunque golpeada y lastimada, y miré sus labios, también heridos. Los labios a los que acercaron una esponja empapada en vinagre como respuesta a su ruego en la cruz cuando dijo: “Tengo sed”. La misma boca que nadie se atrevió a besar por temor a callar estas palabras: “Llenen las vasijas de agua, hasta los bordes”, “Síganme y los haré llegar a ser pescadores de hombres”, “No he venido al mundo a llamar a justos sino a pecadores”, “Que arroje la primera piedra quien esté libre de pecado”, “Tus pecados te son perdonados”, “Vete a tu casa y no peques más”, “Quiero, queda limpio”, “Denles ustedes de comer”, “¿Porqué están con tanto miedo, cómo no tienen fe?”, “El hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores”, “Padre… perdónalos… porque no saben lo que hacen”.

Contemplé sus ojos, cerrados por la muerte, los ojos que a tantos han acariciado con el toque delicado de una mirada rebosante de infinita ternura y de misericordia, esos mismos ojos que desde pequeños miraron a María y a José para aprender, ojos que limpiaron al leproso con la cadencia de su propia mirada, que devolvieron la vista a varios ciegos, que vieron venir a su amigo Judas Iscariote cuando lo besó en la mejilla en el huerto de Getsemaní, los ojos que desde la cruz miraron hasta lo más alto del Cielo para contemplar por entre las nubes el amor infinito del Padre Eterno en la entrega del Hijo amado para rescatar al esclavo. Recordé que desde la cruz lo miró y luego le dijo: “Padre: en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y entonces recordé el salmo, antes de vibrar en lo profundo, aquel salmo que reza desde antiguo: “Muéstrame tu rostro… Señor”.